Historia de la sexualidad.
Capítulo IV, apartado 2, pp. 112-125
Michel FOUCAULT
2. MÉTODO
Luego: analizar la formación de cierto tipo de saber sobre el sexo en
términos de poder, no de represión o ley. Pero la palabra “poder” amenaza
introducir varios malentendidos. Malentendidos acerca de su identidad, su
forma, su unidad. Por poder no quiero decir “el Poder”, como conjunto de
instituciones y aparatos que garantizan la sujeción de los ciudadanos en un
Estado determinado. Tampoco indico un modo de sujeción que, por oposición a la
violencia, tendría la forma de la regla. Finalmente, no entiendo por poder un
sistema general de dominación ejercida por un elemento o un grupo sobre otro, y
cuyos efectos, merced a sucesivas derivaciones, atravesarían el cuerpo social
entero. El análisis en términos de poder no debe postular, como datos
iniciales, la soberanía del Estado, la forma de la ley o la unidad global de
una dominación; éstas son más bien formas terminales. Me parece que por poder
hay que comprender, primero, la multiplicidad de las relaciones de fuerza
inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de
su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes
las trasforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de
fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema,
o, al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de
otras; las estrategias, por último, [112] que las tornan efectivas, y cuyo
dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos
estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales. La
condición de posibilidad del poder, en todo caso el punto de vista que permite
volver inteligible su ejercicio (hasta en sus efectos más “periféricos” y que
también permite utilizar sus mecanismos como cifra de inteligibilidad del campo
social), no debe ser buscado en la existencia primera de un punto central, en
un foco único de soberanía del cual irradiarían formas derivadas y
descendientes; son los pedestales móviles de las relaciones de fuerzas los que
sin cesar inducen, por su desigualdad, estados de poder –pero siempre locales e
inestables. Omnipresencia del poder: no porque tenga el privilegio de
reagruparlo todo bajo su invencible unidad, sino porque se está produciendo a
cada instante, en todos los puntos, o más bien en toda relación de un punto con
otro. El poder está en todas partes; no es que lo englobe todo, sino que viene
de todas partes. Y “el” poder, en lo que tiene de permanente, de repetitivo, de
inerte, de autorreproductor, no es más que el efecto de conjunto que se dibuja
a partir de todas esas movilidades, el encadenamiento que se apoya en cada una
de ellas y trata de fijarlas. Hay que ser nominalista, sin duda: el poder no es
una institución, y no es una estructura, no es cierta potencia de la que
algunos estarían dotados: es el nombre que se presta a una situación
estratégica compleja en una sociedad dada.
¿Cabe, entonces, invertir la fórmula y decir que la política es la
continuación de la guerra por otros medios? Quizá, si aún se quiere mantener [113] una distancia entre
guerra y política, se debería adelantar más bien que esa multiplicidad de las
relaciones de fuerza puede ser cifrada —en parte y nunca totalmente— ya sea en
forma de “guerra”, ya en forma de “política”; constituirían dos estrategias
diferentes (pero prontas a caer la una en la otra) para integrar las relaciones
de fuerza desequilibradas, heterogéneas, inestables, tensas.
Siguiendo esa línea, se podrían adelantar cierto número de proposiciones:
˜ que el poder no es algo que se adquiera, arranque o comparta, algo que se
conserve o se deje escapar; el poder se ejerce a partir de innumerables puntos,
y en el juego de relaciones móviles y no igualitarias;
˜ que las relaciones de poder no están en posición de exterioridad respecto de otros tipos de relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino que son inmanentes; constituyen los efectos inmediatos de las particiones, desigualdades y desequilibrios que se producen, y, recíprocamente, son las condiciones internas de tales diferenciaciones; las relaciones de poder no se hallan en posición de superestructura, con un simple papel de prohibición o reconducción; desempeñan, allí en donde actúan, un papel directamente productor;
˜ que las relaciones de poder no están en posición de exterioridad respecto de otros tipos de relaciones (procesos económicos, relaciones de conocimiento, relaciones sexuales), sino que son inmanentes; constituyen los efectos inmediatos de las particiones, desigualdades y desequilibrios que se producen, y, recíprocamente, son las condiciones internas de tales diferenciaciones; las relaciones de poder no se hallan en posición de superestructura, con un simple papel de prohibición o reconducción; desempeñan, allí en donde actúan, un papel directamente productor;
˜ que el poder viene de abajo; es decir, que no hay, en el principio de las
relaciones de poder, y como matriz general, una oposición binaria y global
entre dominadores y dominados, reflejándose esa dualidad de arriba abajo y en
grupos cada vez más restringidos, hasta las profundidades del cuerpo social.
Más bien hay que suponer que las relaciones de fuerza múltiples que se forman y
[114] actúan en los aparatos de producción, las familias, los grupos
restringidos y las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de
escisión que recorren el conjunto del cuerpo social. Éstos forman entonces una
línea de fuerza general que atraviesa los enfrentamientos locales y los
vincula; de rechazo, por supuesto, estos últimos proceden sobre aquéllos a redistribuciones,
alineamientos, homogeneizaciones, arreglos de serie, establecimientos de
convergencia. Las grandes dominaciones son los efectos hegemónicos sostenidos
continuamente por la intensidad de todos esos enfrentamientos;
˜ que las relaciones de poder son a la vez intencionales y no subjetivas.
Si, de hecho, son inteligibles, no se debe a que sean el efecto, en términos de
causalidad, de una instancia distinta que las “explicaría”, sino a que están
atravesadas de parte a parte por un cálculo: no hay poder que se ejerza sin una
serie de miras y objetivos. Pero ello no significa que resulte de la opción o
decisión de un sujeto individual; no busquemos el estado mayor que gobierna su
racionalidad; ni la casta que gobierna, ni los grupos que controlan los
aparatos del Estado, ni los que toman las decisiones económicas más importantes
administran el conjunto de la red de poder que funciona en una sociedad (y que
la hace funcionar); la racionalidad del poder es la de las tácticas a menudo
muy explícitas en el nivel en que se inscriben –cinismo local del poder–, que
encadenándose unas con otras, solicitándose mutuamente y propagándose,
encontrando en otras partes sus apoyos y su condición, dibujan finalmente
dispositivos de conjunto: ahí, la lógica es aún perfectamente clara, las miras
descifrables, y, sin embargo, sucede que no hay nadie [115] para concebirlas y
muy pocos para formularlas: carácter implícito de las grandes estrategias
anónimas, casi mudas, que coordinan tácticas locuaces cuyos “inventores” o responsables
frecuentemente carecen de hipocresía;
˜ que donde hay poder hay resistencia, y no obstante (o mejor: por lo
mismo), ésta nunca está en posición de exterioridad respecto del poder. ¿Hay
que decir que se está necesariamente “en” el poder, que no es posible “escapar”
de él, que no hay, en relación con él, exterior absoluto, puesto que se estaría
infaltablemente sometido a la ley? ¿O que, siendo la historia la astucia de la
razón, el poder sería la astucia de la historia —el que siempre gana? Eso sería
desconocer el carácter estrictamente relacional de las relaciones de poder. No
pueden existir más que en función de una multiplicidad de puntos de
resistencia: éstos desempeñan, en las relaciones de poder, el papel de
adversario, de blanco, de apoyo, de saliente para una aprehensión. Los puntos
de resistencia están presentes en todas partes dentro de la red de poder.
Respecto del poder no existe, pues, un lugar del gran Rechazo –alma de
la revuelta, foco de todas las rebeliones, ley pura del revolucionario. Pero
hay varios resistencias que constituyen excepciones, casos especiales:
posibles, necesarias, improbables, espontáneas, salvajes, solitarias,
concertadas, rastreras, violentas, irreconciliables, rápidas para la
transacción, interesadas o sacrificiales; por definición, no pueden existir
sino en el campo estratégico de las relaciones de poder. Pero ello no significa
que sólo sean su contrapartida, la marca en hueco de un vaciado del poder,
formando respecto de la esencial dominación un revés [116] finalmente siempre
pasivo, destinado a la indefinida derrota. Las resistencias no dependen de
algunos principios heterogéneos; mas no por eso son engaño o promesa
necesariamente frustrada. Constituyen el otro término en las relaciones de
poder; en ellas se inscriben como el irreducible elemento enfrentador. Las
resistencias también, pues, están distribuidas de manera irregular: los puntos,
los nudos, los focos de resistencia se hallan diseminados con más o menos
densidad en el tiempo y en el espacio, llevando a lo alto a veces grupas o
individuos de manera definitiva, encendiendo algunos puntos del cuerpo, ciertos
momentos de la vida, determinados tipos de comportamiento. ¿Grandes rupturas
radicales, particiones binarias y masivas? A veces. Pero más frecuentemente nos
enfrentamos a puntos de resistencia móviles y transitorios, que introducen en
una sociedad líneas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y suscitando
reagrupamietos, abriendo surcos en el interior de los propios individuos,
cortándolos en trozos y remodelándolos, trazando en ellos, en su cuerpo y su
alma, regiones irreducibles. Así como la red de las relaciones de poder
concluye por construir un espeso tejido que atraviesa los aparatos y las
instituciones sin localizarse exactamente en ellos, así también la formación
del enjambre de los puntos de resistencia surca las estratificaciones sociales
y las unidades individuales. Y es sin duda la codificación estratégica de esos
puntos de resistencia lo que torna posible una revolución, un poco como el
Estado reposa en la integración institucional
de las relaciones de poder. [117]
Dentro de ese campo de las relaciones de fuerza hay que analizar los
mecanismos del poder. Así se escapará del sistema Soberano-Ley que tanto tiempo
fascinó al pensamiento político. Y, si es verdad que Maquiavelo fue uno de los
pocos –y sin duda residía en eso el escándalo de su “cinismo”– en pensar el
poder del príncipe en términos de relaciones de fuerza, quizá haya que dar un
paso más, dejar de lado el personaje del Príncipe y descifrar los mecanismos
del poder a partir de una estrategia inmanente en las relaciones de fuerza.
Para volver al sexo y a los discursos verdaderos que lo tomaron a su cargo,
el problema a resolver no debe pues consistir en lo siguiente: habida cuenta de
determinada estructura estatal, ¿cómo y por qué “el” poder necesita instituir
un saber sobre el sexo? No será tampoco: ¿a qué dominación de conjunto sirvió
el cuidado puesto (desde el siglo XVIII) en producir sobre el sexo discursos
verdaderos? Ni tampoco: ¿qué ley presidió, al mismo tiempo, a la regularidad
del comportamiento sexual y a la conformidad de lo que se decía sobre el mismo?
Sino, en cambio: en tal tipo de discurso sobre el sexo, en tal forma de
extorsión de la verdad que aparece históricamente y en lugares determinados (en
tomo al cuerpo del niño, a propósito del sexo femenino, en la oportunidad de
prácticas de restricciones de nacimientos, etc.), ¿cuáles son las relaciones de
poder, las más inmediatas, las más locales, que están actuando? ¿Cómo tornan
posibles esas especies de discursos, e, inversamente, cómo esos discursos les
sirven de soporte? ¿Cómo se ve modificado el juego de esas relaciones de poder
en virtud de su ejercicio mismo –refuerzo de ciertos términos, debilitamiento de
otros, [118] efectos de resistencia, contracargas (contre-investissements), de tal suerte que no ha
habido, dado de una vez por todas, un tipo estable de sujeción? ¿Cómo se
entrelazan unas con otras las relaciones de poder, según la lógica de una
estrategia global que retrospectivamente adquiere el aspecto de una política
unitaria y voluntarista del sexo? Grosso modo: en lugar de referir a la
forma única del gran Poder todas las violencias infinitesimales que se ejercen
sobre el sexo, todas las miradas turbias que se le dirigen y todos los sellos
con que se oblitera su conocimiento posible, se trata de inmergir la abundosa
producción de discursos sobre el sexo en el campo de las relaciones de poder
múltiples y móviles.
Lo que conduce a plantear previamente cuatro reglas. Pero no constituyen
imperativos metodológicos; cuanto más, prescripciones de prudencia.
1) Regla de inmanencia
No considerar que existe determinado dominio de la sexualidad que depende
por derecho de un conocimiento científico desinteresado y libre, pero sobre el
cual las exigencias del poder —económicas o ideológicas— hicieron pesar
mecanismos de prohibición. Si la sexualidad se constituyó como dominio por
conocer, tal cosa sucedió a partir de relaciones de poder que la instituyeron
como objeto posible; y si el poder pudo considerarla un blanco, eso ocurrió
porque técnicas de saber y procedimientos discursivos fueron capaces de
sitiarla e inmovilizarla. Entre técnicas de saber y estrategias de poder no
existe exterioridad alguna [119], incluso si poseen su propio papel específico
y se articulan una con otra, a partir de su diferencia. Se partirá pues de lo
que podría denominarse “focos locales” de poder-saber: por ejemplo, las
relaciones que se anudan entre penitente y confesor o fiel y director de
conciencia: en ellas, y bajo el signo de la “carne” que se debe dominar,
diferentes formas de discursos –examen de sí mismo, interrogatorios,
confesiones, interpretaciones, conversaciones– portan en una especie de vaivén
incesante formas de sujeción y esquemas de conocimiento. Asimismo, el cuerpo
del niño vigilado, rodeado en su cuna, lecho o cuarto por toda una ronda de
padres, nodrizas, domésticos, pedagogos, médicos, todos atentos a las menores
manifestaciones de su sexo, constituyó, sobre todo a partir del siglo XVIII,
otro “foco local” de poder-saber.
2) Reglas de las variaciones continuas
No buscar quién posee el poder en el orden de la sexualidad (los hombres,
los adultos, los padres, los médicos) y a quién le falta (las mujeres, los
adolescentes, los niños, los enfermos...); ni quién tiene el derecho de saber y
quién está mantenido por la fuerza en la ignorancia. Sino buscar, más bien, el
esquema de las modificaciones que las relaciones de fuerza, por su propio
juego, implican. Las “distribuciones de poder” o las “apropiaciones de saber”
nunca representan otra cosa que cortes instantáneos de ciertos procesos, ya de
refuerzo acumulado del elemento más fuerte, ya de inversión de la relación, ya
de crecimiento simultáneo [120] de ambos términos. Las relaciones de
poder-saber no son formas establecidas de repartición sino “matrices de trasformaciones”.
El conjunto constituido en el siglo XIX alrededor del niño y su sexo por el
padre, la madre, el educador y el médico, atravesó modificaciones incesantes,
desplazamientos continuos, tino de cuyos resultados más espectaculares fue una
extraña inversión: mientras que, al principio, la sexualidad del niño fue
problematizada en una relación directamente establecida entre el médico y los
padres (en forma de consejos, de opinión sobre vigilancia, de amenazas para el
futuro), finalmente fue en la relación del psiquiatra con el niño como la
sexualidad de los adultos se vio puesta en entredicho.
3) Regla del doble condicionamiento
Ningún “foco local”, ningún “esquema de trasformación” podría funcionar sin
inscribirse al fin y al cabo, por una serie de encadenamientos sucesivos, en
una estrategia de conjunto. Inversamente, ninguna estrategia podría asegurar
efectos globales si no se apoyara en relaciones precisas y tenues que le
sirven, si no de aplicación y consecuencia, sí de soporte y punto de anclaje. De
unas a otras, ninguna discontinuidad como en dos niveles diferentes (uno
microscópico y el otro macroscópico), pero tampoco homogeneidad (como si uno
fuese la proyección aumentada o la miniaturización del otro); más bien hay que
pensar en el doble condicionamiento de una estrategia por la especificidad de
las tácticas posibles y de las tácticas por la envoltura estratégica que las
hace [121] funcionar. Así, en la familia el padre no es el “representante” del
soberano o del Estado; y éstos no son proyecciones del padre en otra escala. La
familia no reproduce a la sociedad; y ésta, a su vez, no la imita. Pero el
dispositivo familiar, precisamente en lo que tenía de insular y de heteromorfo
respecto de los demás mecanismos de poder, sirvió de soporte a las grandes
“maniobras” para el control malthusiano de la natalidad, para las incitaciones
poblacionistas, para la medicalización del sexo y la psiquiatrización de sus
formas no genitales.
4) Regla de la polivalencia táctica de los discursos
Lo que se dice sobre el sexo no debe ser analizado como simple superficie
de proyección de los mecanismos de poder. Poder y saber se articulan por cierto
en el discurso. Y por esa misma razón, es preciso concebir el discurso como una
serie de segmentos discontinuos cuya función táctica no es uniforme ni estable.
Más precisamente, no hay que imaginar un universo del discurso dividido entre
el discurso aceptado y el discurso excluido o entre el discurso dominante y el
dominado, sino como una multiplicidad de elementos discursivos que pueden
actuar en estrategias diferentes. Tal distribución es lo que hay que restituir,
con lo que acarrea de cosas dichas y cosas ocultas, de enunciaciones requeridas
y prohibidas; con lo que supone de variantes y efectos diferentes según quién
hable, su posición de poder, el contexto institucional en que se halle
colocado; con lo que trae, también, de desplazamientos y reutilizaciones [122]
de fórmulas idénticas para objetivos opuestos. Los discursos, al igual que los
silencios, no están de una vez por todas sometidos al poder o levantados contra
él. Hay que admitir un juego complejo e inestable donde el discurso puede, a la
vez, ser instrumento y efecto de poder, pero también obstáculo, tope, punto de
resistencia y de partida para una estrategia opuesta. El discurso trasporta y
produce poder; lo refuerza pero también lo mina, lo expone, lo torna frágil y
permite detenerlo. Del mismo modo, el silencio y el secreto abrigan el poder,
anclan sus prohibiciones; pero también aflojan sus apresamientos y negocian
tolerancias más o menos oscuras. Piénsese por ejemplo en la historia de lo que
fue, por excelencia, “el” gran pecado contra natura. La extrema discreción de
los textos sobre la sodomía –esa categoría tan confusa–, la reticencia casi
general al hablar de ella permitió durante mucho tiempo un doble
funcionamiento: por una parte, una extrema severidad (condena a la hoguera
aplicada aún en el siglo xviii sin que ninguna protesta importante fuera
expresada antes de la mitad del siglo), y, por otra, una tolerancia seguramente
muy amplia (que se deduce indirectamente de la rareza de las condenas
judiciales, y que se advierte más directamente a través de ciertos testimonios
sobre las sociedades masculinas que podían existir en los ejércitos o las
cortes). Ahora bien, en el siglo XIX, la aparición en la psiquiatría, la
jurisprudencia y también la literatura de toda una serie de discursos sobre las
especies y subespecies de homosexualidad, inversión, pederastia y
“hermafroditismo psíquico”, con seguridad permitió un empuje muy pronunciado de
los controles [124] sociales en esta región de la “perversidad”, pero permitió
también la constitución de un discurso “de rechazo”: la homosexualidad se puso
a hablar de sí misma, a reivindicar su legitimidad o su “naturalidad”
incorporando frecuentemente al vocabulario las categorías con que era
médicamente descalificada. No existe el discurso del poder por un lado y,
enfrente, otro que se le oponga. Los discursos son elementos o bloques tácticos
en el campo de las relaciones de fuerza; puede haberlos diferentes e incluso
contradictorios en el interior de la misma estrategia; pueden por el contrario
circular sin cambiar de forma entre estrategias opuestas. A los discursos sobre
el sexo no hay que preguntarles ante todo de cuál teoría implícita derivan o
qué divisiones morales acompañan o qué ideología –dominante o dominada–
representan, sino que hay que interrogarlos en dos niveles: su productividad
táctica (qué efectos recíprocos de poder y saber aseguran) y su integración estratégica
(cuál coyuntura y cuál relación de fuerzas vuelve necesaria su utilización en
tal o cual episodio de los diversos enfrentamientos que se producen).
Se trata, en suma, de orientarse hacia una concepción del poder que
remplaza el privilegio de la ley por el punto de vista del objetivo, el
privilegio de lo prohibido por el punto de vista de la eficacia táctica, el
privilegio de la soberanía por el análisis de un campo múltiple y móvil de
relaciones de fuerza donde se producen efectos globales, pero nunca totalmente
estables, de dominación. El modelo estratégico y no el modelo del derecho. Y
ello no por opción especulativa o preferencia teórica, sino porque uno de los
rasgos fundamentales de las sociedades occidentales [124] consiste, en efecto,
en que las relaciones de fuerza –que durante mucho tiempo habían encontrado en
la guerra, en todas las formas de guerra, su expresión principal– se
habilitaron poco a poco en el orden del poder político. [125]
[1][1] FOUCAULT, M., Historia
de la sexualidad. 1 La voluntad de saber, Avellaneda, Siglo XXI, 2002, pp.
112-125.
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